Charlaba el otro día sobre el dominio público con mi buen amigo Gonzalo durante uno de esos atardeceres de poniente tan espléndidos que nos regala Ceuta. Gonzalo y yo podemos ser unos tipos curiosos de esos a los que les gusta departir sobre los temas de actualidad y no menos sobre asuntos tan diversos como atrayentes desde un punto de vista profesional. Podemos pasar horas y horas hablando que siempre se nos agota el día y ya bien entrada la noche nos despedimos con el regusto de haber echado un buen rato que siempre nos parece demasiado corto.
Aunque con distinta formación convergemos en nuestro modo de pensar y muchas veces en la solución a los problemas que acontecen en las cosas más mundanas. Siendo él un especialista en patrimonio e infraestructuras y yo un ingeniero admirador del mundo del derecho ese día nos envanecimos mutuamente en un campo sobre el que ambos confluimos.
No sé cómo comenzó el debate a propósito de los bienes de dominio público, creo que no es relevante, pero a la hora de desgranar las preguntas que nos ayudan a resolver las cuestiones que esclarecen y sirven para entender el problema, exponía yo que son bienes de dominio público aquellos que por su excepcional valor natural o por los servicios que prestan a la colectividad hacen que sea necesario adoptar unas medidas o servidumbres de protección y es por eso que la Constitución en su artículo 132 resalta la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la inembargabilidad de estos bienes.
Gonzalo me precisaba que nuestra ley de patrimonio declara rotundamente que los bienes (y derechos) que integran el patrimonio del Estado pueden ser de dominio público o demaniales, pero también de dominio privado o patrimoniales siendo los primeros aquellos que, de titularidad pública, se encuentren afectados al uso público general o al servicio público es decir a la “utilidad pública” y aquellos otros que determine la Ley tal y como establece, efectivamente, la Constitución.
Comenzaba a complicarse el tema porque al abrir un nuevo frente me derivaba hacia un debate que se alejaba del mensaje que en el fondo pretendía exponer. Quería hablarle de la zona marítimo-terrestre de las playas y del mar territorial y de por qué, consecuencia lógica, dentro de ese rico patrimonio natural es necesario hacer una reserva de espacio para albergar una serie de actividades que por su propia esencia no pueden tener cabida en otro lugar. Me refería a los puertos y a la actividad portuaria.
En la vida todo tiene una explicación (excepto los misterios de la fe) y las obras humanas se basan en la razón, así que me empeciné en justificar el por qué la costa es dominio público más allá de una categórica sentencia de “porque lo dice la Ley” aunque esa Ley sea la mismísima Constitución.
Y es que la denominada “operación portuaria” que consiste en lograr la transferencia de la mercancía (y el pasaje) de un modo de transporte a otro (del marítimo al terrestre y viceversa) no puede hacerse en otro espacio más que aquel en el que concurren dos elementos esenciales, agua y tierra, esto es en la ribera del mar, en un estuario o en un río. Por eso es necesario realizar esa “reserva de espacio” para declarar que dentro de ese contexto natural de alto valor (imprescriptible) es preciso ubicar unas actividades que por sus circunstancias de exclusividad no tienen cabida en otra parte. Continuaba mi argumento con que, si bien el marco conceptual de la actividad portuaria en la costa impide una continuidad del espacio natural, estamos obligados a justificar la singularidad de esa ruptura y a proteger y defender su imprescindibilidad para sostenibilidad de la actividad humana. Los puertos no surgen del capricho sino para satisfacer una necesidad de transporte consecuente al comercio que es consustancial a la dimensión social y económica del ser humano que ha permitido el progreso de la civilización.
La protección y conservación del medioambiente y el patrimonio natural es un derecho y una obligación para los poderes públicos y las características físicas de los bienes (que son de todos) que lo integran son la regla que determina el destino del espacio portuario cuando pierde su utilidad. De esta forma la Ley de puertos determina que cuando el puerto no necesite espacios portuarios tenga que retornarlos automáticamente al dominio marítimo terrestre con la única salvedad de que hayan perdido las características físicas de bien natural.
A medida que avanzábamos en la conversación derivaba por derroteros por la habilidad del bueno de Gonzalo y mientras nos enfrascábamos sobre los bienes comunales y su diferencia con los demaniales la polémica se avivaba y se iba enjaretando de tecnicismos y de unos y otros ejemplos. Con diálogos entrelazados era lo de menos quien llevase razón sobre el fondo de la cuestión de turno, hablábamos sobre unos terrenos colindantes a los de la propiedad de un común amigo y sobre su naturaleza jurídica que si demaniales, que si patrimoniales, que si comunales.
El hilo de mi argumento era exponer que la Ley declara una zona de dominio público especial en la que se sitúan los puertos, que esta zona forma parte del dominio público marítimo terrestre denominada dominio público portuario estatal y que su ocupación y utilización se rige por el Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante y, supletoriamente, por la legislación en materia de costas y que este solape desvela la doble naturaleza tan especial de los espacios de uso portuario, por un lado, la de su afección al servicio público (o a las obligaciones de servicio público matiz sustancial introducido en el año 2003 y que perfectamente podría dar para otro ensayo) y, por otro, la de su ubicación en la costa y en el mar.
Al tomar mi tiempo para escribir este artículo volví sobre los apuntes de derecho administrativo para repasar si hubo algún equívoco por mi parte en la conversación. Allí revisé lo que decía García de Enterría sobre el criterio central para distinguir el demanio del patrimonio (que no es otra cosa que la del destino propiamente dicho, es decir su objeto, y su afectación) y también que la denominada “utilidad pública” de los puertos es una de las más antiguas en el ordenamiento jurídico ya que su origen se encuentra en la Ley de Aguas de 1866.
Pero, en el contexto actual, dice la Ley que el Ministerio de Transportes será el encargado de determinar en los puertos de titularidad estatal una zona de servicio que incluirá los espacios de tierra y de agua necesarios para el desarrollo de los usos portuarios, así que inmediatamente surge la pregunta ¿Cuáles son los usos y actividades que permite la Ley de Puertos para los espacios portuarios?
A tal punto me resultó útil la conversación del otro día que viene al caso por recientes decisiones en torno a terrenos portuarios y su utilización para la ubicación de servicios urbanos y sobre zonas desafectadas de los puertos que por su naturaleza jurídica son bienes patrimoniales.
Sobre lo primero, no hay duda, no caben en la zona portuaria otros usos que no sean los portuarios que, además de los relacionados con los servicios a las embarcaciones deportivas y de recreo y de pesca, son los relacionados con el intercambio entre modos de transporte, los relativos al desarrollo de servicios portuarios y otras actividades portuarias comerciales y otros usos complementarios o auxiliares de los anteriores, incluidos los relativos a actividades logísticas y de almacenaje y los que correspondan a empresas industriales o comerciales cuya localización en el puerto esté justificada por su relación con el tráfico portuario, por el volumen de los tráficos marítimos que generan o por los servicios que prestan a los usuarios del puerto. En este sentido la ley de Puertos es tajante, se lee en el artículo 71: “No se podrán otorgar concesiones o autorizaciones en áreas asignadas a usos no compatibles con su objeto concesional, de acuerdo con lo establecido en la Delimitación de los Espacios y Usos Portuarios que se encuentre en vigor” y en el 72: “En el dominio público portuario sólo podrán llevarse a cabo actividades, instalaciones y construcciones acordes con los usos portuarios…”
Sin embargo, a pesar de que la Ley de puertos establece que en el dominio público portuario sólo pueden llevarse a cabo actividades, instalaciones y construcciones acordes con los usos portuarios, también prevé que existan dentro del espacio portuario otros usos vinculados a la interacción puerto-ciudad y otros usos comerciales no estrictamente portuarios, siempre que no se perjudique globalmente el desarrollo de las operaciones de tráfico portuario. Y es por esto por lo que se plantea la duda en ese espacio fangoso donde colisionan la moral y el pragmatismo, el campo donde operan el derecho natural y el derecho positivo.
Y es que no en pocas ocasiones el legislador retuerce la norma para favorecer intereses poco confesables, para permitir determinadas actividades que no tendrían encaje jurídico en los dogmas del derecho público (sobre todo cuando esos dogmas provienen de los romanos) y es necesario corregir el rumbo de la acción sobre la “Res publicae” para “adaptarla a los tiempos que corren”. A fin de cuentas, en palabras de Juan Manuel de Prada “el estado de derecho es caprichosa y arbitraria voluntad política disfrazada de ley”.
La respuesta probablemente provenga de los distintos esquemas mentales y sesgos cognitivos, pero para un especialista no debe ofrecer duda porque la lógica y la razón unidos a su entendimiento simplifican el problema. Tal y como he expuesto, la prescripción legal sobre la protección del escaso y caro suelo portuario lleva, por un lado, a que en el supuesto de que el puerto no necesite sus terrenos estos retornen automáticamente al dominio marítimo terrestre (del que procede) si no ha perdido las características físicas de bien natural y, por otro, a que en caso de que alguna otra administración precise la ocupación de suelo portuario para sus actividades sólo pueda autorizarse para usos o actividades que, por su relación directa con la actividad portuaria, deban desarrollarse necesariamente dentro de estos. De lo anterior se infiere que si los servicios urbanos de titularidad municipal son prestados por el ayuntamiento y es esta institución la administración que solicita terrenos portuarios no quepa la posibilidad de su acceso a terrenos portuarios. Por el contrario, si estos mismos servicios urbanos son prestados por una empresa (pongamos sea la concesionaria de tales servicios) y es la empresa la que solicita los terrenos portuarios, entonces cabría la posibilidad para su alojamiento dentro del puerto, pero sólo en aquellos espacios portuarios destinados a la interacción puerto ciudad que la Ley reserva para “equipamientos culturales, recreativos, certámenes feriales, exposiciones y otras actividades comerciales no estrictamente portuarias, siempre que no se perjudique el desarrollo futuro del puerto y las operaciones de tráfico portuario y se ajusten a lo establecido en el planeamiento urbanístico”.
El otro caso que viene a colación es el de los bienes desafectados que, por no reunir las características naturales de bienes de dominio público marítimo terrestre han pasado a formar parte del patrimonio de la Autoridad Portuaria y no retornan al dominio público marítimo terrestre. Aquí se trata de bienes públicos de titularidad estatal que han perdido su funcionalidad para las operaciones portuarias, han sido formalmente declarados innecesarios para los fines del dominio público portuario y se han incorporado al patrimonio de la Autoridad Portuaria a la que han quedado adscritos.
Sobre la situación jurídica y administrativa de estos bienes la Ley prevé dos circunstancias, la primera está en la obligación de administrar, defender y conservar establecida en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas y, la segunda, es que cualquier actuación tendente al cambio de titularidad de estos bienes tales como la enajenación, permuta o, en su caso, cesión gratuita está tutelada por la administración del Estado a través de la Dirección General de Patrimonio que ostenta, digámoslo para entenderlo, una clase de derecho de retracto sobre el bien que se pretende liquidar, al punto que si hubiese un interés por parte de alguna administración pública sobre estos bienes podría reclamar su titularidad.
Al caso que ocupa la demolición de unas construcciones de su propiedad para una posterior cesión de terrenos al Ayuntamiento no puede hacerse sin antes informarse (como lo haría y actuaría cualquier particular con los bienes de su propiedad) para evitar causar un perjuicio al patrimonio administrado. Advertido de estas circunstancias cualquier acto formal tendente a destruir o menoscabar el patrimonio sin la debida cautela y abstrayéndose de los procedimientos establecidos puede convertirse en un acto transgresor de la legalidad tanto por el fondo de la pretensión como por sus meras formas por lo que conviene a los gestores ser muy precisos y cuidadosos en los trámites y tener en cuenta que por falta de rigor podrían incurrir en alguna responsabilidad.
Y, mientras escribo, seguimos navegando desde “la toldilla” de una orilla a otra del Estrecho, de puerto a puerto para analizar las cuestiones de actualidad y de interés profesional para crecer en conocimiento y para mejorar la actividad marítima y portuaria.